martes, 17 de abril de 2018

Empresaria por un día


Mi vida como empresaria

Tan breve como ineficaz. Creo que se debe a la temprana experiencia en la que me obligaron a devolver las ganancias. La cosa sucedió así, o es como la recuerdo.

Tenía yo 8 años. De eso estoy segura porque estaba con mis abuelos en Alcázar de San Juan, a la sazón mi pueblo. Kiko, mi hermano pequeño, acababa de nacer y me quitaron de en medio de buenas maneras. Primero a Valdepeñas, con las tías Rafa y María Luisa y para descansar ―ellas, no yo―, unos días con la abuela.
El abuelo era maestro y tenía una escuela en su propia casa o vivía en la escuela, pero eso no importa. El caso es que sus alumnos me parecieron clientes potenciales para mi primera empresa: el cine.
Lectora compulsiva desde niña, devoraba tebeos, y de ahí surgió la idea. Pensé que si recortaba las tiras de viñetas y las unía, podía crear una película. El pegamento era un poco rústico, porque consistía en harina y agua, por lo que decidí coser las tiras con unas puntaditas que, además de ser más resistentes, no arrugaban el papel. Ya sólo me faltaba el proyector. Dos palos de polo y una caja de zapatos sirvieron para el invento.
Por la tarde ya estaban los rollos de película sujetos en sus correspondientes agujeros de izquierda a derecha, que yo accionaba con la mano mientras contaba a los espectadores las hazañas de Roberto Alcázar y Pedrín, protagonistas del film.
El trabajo había sido ímprobo y, con toda razón, quise sacar un beneficio de él. Cinco céntimos era el precio de la entrada, tampoco era tan cara. Todos pagaron contentos de pasar una tarde de cine en casa de la nieta del maestro; la habitación que hacía de clase se convirtió de improviso en la sala de proyección. Me situé detrás de la mesa que usaba el abuelo en su tarea de alfabetizar y comenzó la proyección. Gané mis primeros 30 céntimos. Y llegó la tarde…

Madres airadas increparon al abuelo diciendo que su nieta les había «robado» a sus criaturas. La criatura se defendió como pudo explicando que ella no había robado nada, que era el precio para ver la película. De nada sirvieron mis berridos, las lágrimas que inundaron mi cara y las explicaciones ceceantes que ofrecí: tuve que devolver los cinco céntimos per cápita de la entrada. Los espectadores miraban desolados diciendo que ellos no habían tenido la culpa, que sólo le habían contado a sus madres lo bien que lo habían pasado con la nieta de don Tomás viendo el cine… y es que cinco céntimos en 1953, eran cinco céntimos… ¡Y eso que eran de peseta!

4 comentarios:

  1. Jajaja- Yo tendría 7 años e hice algo parecido. Tenía una sillita de paja a la que se le rompió el asiento de tela. Con unas tachuelas y un martillo le coloqué otra... me sentí entusiasmada con mi obra y la puse en el patio delantero de la casa con un cartel que decía se tapizan sillas. Me enojaba a cada rato, porque cuando salía me daba cuenta que el cartel había sido dado vuelta. Mis padres no me dijeron nada, pero se tomaron ese trabajo durante no sé cuánto tiempo, hasta que se me ocurrió otra cosa y abandoné el oficio de tapicera. ¡Qué hermosa era nuestra inocencia!

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    1. Ya se veía que seríamos mujeres emprendedoras. No sé quién eres, pero gracias por comentar.

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  2. Jajaja, las madres se sintieron engañadas aunque sus hijos se divirtieran, la pela es la pela 😁

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    1. Ya te digo, porque no se llevaban canguros, pero seguro que hubieran sido más caras.

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